Se acercaba la fecha para evaluación final de inglés en la facultad, como muchos de
los exámenes universitarios, su principal objetivo era eliminar a los que no llegaban al promedio exigido.
El examen duraba dos horas y cada estudiante recibió su correspondiente hoja de examen con las preguntas.
El profesor era muy recto y severo, catedrático a la antigua usanza,
y le dijo a toda la clase que si el examen no estaba sobre su mesa después de dos horas exactamente, no se aceptaría, y el estudiante sería suspendido.
Media hora después de empezar el examen, un estudiante entró por la puerta y le pidió una hoja de examen al profesor:
– No va a tener tiempo usted para terminarlo, dijo el profesor al dársela.
– Sí que lo terminaré, contestó el estudiante. Se sentó y empezó a escribir.
Después de dos horas, el profesor pidió los exámenes, y los estudiantes, en forma ordenada entregaron sus evaluaciones.
Todos menos el que había llegado tarde, que continuó escribiendo como si nada pasase.
Después de otra media hora, este último estudiante se acercó a la mesa donde se encontraba el profesor sentado leyendo un libro.
En el instante en que intentó poner su examen encima del montón, dijo el profesor al alumno:
– Ni lo intente. No puedo aceptar eso. Ha terminado tarde.
El estudiante lo miró furioso e incrédulo.
– ¿Sabe quién soy? -le preguntó-.
– No, no tengo ni la menor idea -contestó el profesor en tono de voz sarcástico-.
– ¿Sabe quién soy? -preguntó nuevamente el estudiante, apuntándose a su propio pecho con su dedo, y acercándose de manera intimidante-.
– No, y no me importa en absoluto -contestó el profesor con un aire de superioridad
En ese momento, el estudiante cogió rápidamente su examen
y lo metió en medio del montón, entre todos los demás.
– ¡Extraordinario! -exclamó-. Y se marchó